Episodio 6: Arquitecto y empresario

Con motivo de la actual crisis derivada de la PANDEMIA DEL COVID-19, tengo que manifestar el sosiego que me produce mi actual estado de “jubilado-activo”, especialmente como consecuencia de que actualmente no tengo responsabilidades empresariales al no tener empleados a mi cargo.

De haber mantenido la condición de empresario que tuve hasta el año 2011 con 12 personas a mi cargo, probablemente estaría sufriendo actualmente y una vez más, los problemas económicos y personales que este tipo de crisis generan sobre aquellos valientes que sin pretenderlo se ven abocados a convertirse en empresarios.

Cuando acabé la carrera en 1977, me embargaba el entusiasmo propio de la edad y lógicamente de la falta de experiencia, siendo ardiente defensor de las bondades de las cooperativas, asociaciones de profesionales o regímenes similares en los que primaba la condición de equipo, y donde la famosa frase de los mosqueteros de “todos para uno y uno para todos” era condición sustancial para trabajar en equipo, sin que ello comportase la conversión del arquitecto en empresario.

No obstante, mi bisoñez me condujo a la creación de una “pseudo-cooperativa” de la que formaban parte los dos primeros delineantes y una secretaria, y en la que los ingresos se repartían en base a unos porcentajes previamente consensuados.

Mi primer enfrentamiento con la realidad, se produjo cuando uno de los delineantes tuvo que hacer el entonces obligado servicio militar, y al que se le reservaba un pequeño porcentaje, aun cuando no trabajaba por razones obvias.

El problema se suscitó con su vuelta e incorporación al trabajo una vez terminada “la mili”, apelativo aplicado popularmente al servicio militar obligatorio, por cuanto ello requería un reajuste en los porcentajes acordados que nadie quería disminuir. Esta situación me generó graves problemas personales con los componentes de la cooperativa, inclusive con ataques de ansiedad, hasta un punto en el que finalmente tuve que ceder, y tras “devolver” la parte proporcional teóricamente aportada por cada uno en las inversiones realizadas, me avocó a la creación de una empresa, dando de alta en seguridad social a los delineantes y a la secretaria.

Precisamente la entonces “secretaria” me dijo una frase refiriéndose a las cantidades que formaban parte de lo “invertido” en el estudio, que fue ciertamente clarificadora de lo que para algunos es una cooperativa, ya que según ella “solo era suyo lo que se llevaba a su casa”.

A partir de entonces, sin tener intención de serlo, me convertí en empresario, para lo que obviamente no me habían preparado. Esta nueva función, suponía un mayor esfuerzo personal, pues ayudado por mi mujer que trabajaba en la Seguridad Social preparaba las nóminas y seguros sociales, y con el asesoramiento de una vecina inspectora de Hacienda preparaba la documentación fiscal, todo ello al margen de la cada vez más compleja contabilidad, que lógicamente llevaba de forma manual en unas planillas personalizadas que progresivamente me había ido preparando.

Pasados unos años yo seguía convencido de que, para desarrollar un buen trabajo era necesaria la creación de un equipo, de ahí que en un determinado momento en que además de ser técnico municipal se incrementaron los proyectos tanto en Torrevieja como en Albatera, opté por conjuntamente con otro arquitecto y un aparejador formar una “sociedad civil”, en la que yo seguía a cargo de los asuntos administrativos, contables, fiscales y especialmente de la organización del trabajo.

Es a partir de entonces cuando realmente me di cuenta de las dificultades que lleva implícitas las funciones de empresario, dado que al margen de las cuestiones organizativas de las que creo que he tenido una capacidad suficiente para afrontarlas, tenías que conciliar el trato entre los “socios” y entre estos con los clientes; y lo más difícil de todo, el trato con los trabajadores, de los que dependes para que “salga” el trabajo en tiempo y forma y con la calidad mínima que al menos yo me imponía, pero “sin pasarme en las exigencias” para que el producto resulte viable económicamente.  

Esta sociedad se truncó a los pocos años, probablemente por las insidias del aparejador, que era quien aportaba la mayor parte del trabajo, y que no “sintonizaba” con el otro arquitecto, a quien se le encomendaban los trabajos más interesantes desde el punto de vista del diseño, pero que tan solo suponían un 10% del total, y al que aun así tenía que ayudar para que se terminasen en tiempo y forma.

En 1991, se disolvió la sociedad, y creamos el aparejador y yo una nueva sociedad civil denominada GRUPO t arquitectura y urbanismo, que a pesar de la crisis económica de 1992 pudimos soportar de manera estoica y que ha estado funcionando hasta el enero del año 2011, en el que no pudimos aguantar más los efectos de la profunda crisis económica que comenzó en 2008.

Al margen de los efectos económicos indudables de esta última crisis, el cierre de la empresa se produjo también por motivos personales, pues con el tiempo se fue generando una falta de confianza entre los dos técnicos titulares de la sociedad; derivada fundamentalmente de la falta de pagos de honorarios de los clientes, fundamentalmente de los innumerables compromisos del aparejador, pues gran parte de ellos eran familiares, amigos o conocidos de este, y siendo él, el encargado de las relaciones con estos clientes, le daba “vergüenza” pedirles que pagasen lo debido.

Por otra parte, la liberalización de los honorarios y el enorme incremento de nuevos técnicos, generaba un incremento de la competencia, lo que obligaba a recortar   cada vez más los honorarios contratados, aun cuando con motivo de la entrada en vigor del Código Técnico de la Edificación, los proyectos eran cada vez más complejos. 

Lo verdaderamente dramático fue, el despido de los trabajadores, pues ello requería el pago de la indemnización exigida en función de los años trabajados, cantidad esta que por su magnitud no disponíamos, por lo que se intentó negociar su pago aplazado. Esta situación, me ha creado uno de mis grandes traumas, pues para mí el trato con el personal contratado ha sido siempre una de mis prioridades, ya que es con ellos con los que se conviven largas jornadas, noches de trabajo interminables, múltiples tensiones y también, por qué no, muchas alegrías; por lo que la ruptura de relaciones con ellos fue la parte más ingrata de mi experiencia como empresario.

Todos ellos estaban convencidos de que disponíamos del dinero para abonarles la indemnización por el despido y nunca se creyeron que realmente no habíamos ganado tanto dinero, y que al menos yo, jamás había dispuesto de reservas económicas que permitieran el pago inmediato de estas.

Lo cierto y verdad es que hasta mi suegro (que en paz descanse) siempre había creído que disponía de una cuenta corriente oculta en la que guardaba, al parecer, una ingente fortuna; circunstancia esta que ojala hubiese sido cierta.

Actualmente los nuevos arquitectos y aparejadores, apuestan por el individualismo, trabajan en sus casas y no contratan delineantes ni secretarias, confiando en los medios informáticos como ayuda “impersonal” que no requiere indemnización en caso de despido; atreviéndose con todo lo que les encarguen y además a un coste muy bajo.

Yo, sigo pensando que para realizar un buen trabajo en arquitectura, y probablemente también en otras profesiones, se requiere la formación de un equipo multidisciplinar, con especialistas en diferentes materias, pues cada vez tanto la construcción de edificios, como la de infraestructuras o el planeamiento urbanístico, resulta más compleja. Yo creo que lo conseguí, o al menos lo intenté, y ciertamente no me ha ido mal, a pesar de no haberme hecho rico.

Juan Carlos MAJÁN GÓMEZ, arquitecto y empresario sin quererlo

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