Creo poder afirmar tras 42 años de ejercicio de la profesión, que soy un arquitecto afortunado, pues siendo todavía estudiante, un tío de mi mujer (aún conservo la misma) que era constructor, me incitaba continuamente a que obtuviera el título, pues tenía mucho trabajo que ofrecerme, lo que contrasta ciertamente con la situación de los arquitectos recién titulados y la escasez de trabajo en los recientes años pasados de “recesión” o de “crisis económica”.
Pero además de no haberme faltado trabajo en todos estos años, si bien ha habido altibajos, de lo que quizás me sienta más orgulloso es de haber podido cumplir con una “máxima” que desde el principio me plantee, que es “hacer de cada cliente un amigo y de cada constructor un compañero”.
Mi primer trabajo profesional, conseguido gracias al “tío constructor”, consistía en un edificio de dos viviendas y local en planta baja, en un municipio de comarca de la Vega Baja, donde he desarrollado gran parte de mi trabajo profesional.
No recuerdo los “anteproyectos” o soluciones previas al proyecto que llegué a hacer, pero si recuerdo que en todas las visitas a la obra, tenía que buscar a la propietaria, porque de manera reiterada se pretendía modificar la distribución, normalmente a instancias de alguna vecina que lógicamente sabían mucho de arquitectura.
Finalmente creo que conseguí que la vivienda se ajustase al proyecto, todo ello tras haber aprendido que las viviendas en la localidad debían tener dos cocinas (a veces tres); una para enseñar, otra para cocinar, y si era posible una “barbacoa para asar”, esta última emplazada en patios o cubiertas.
También, tuve que aprender que la “salita” (habitáculo donde se hacía la vida cotidiana) que me solicitaban debía tener al menos 20 m2 de superficie, ya que el salón-estar solo se utilizada para ocasiones especiales, y lógicamente “para enseñarlo”.
Lo que sí puedo decir es que yo estrené conjuntamente con mi mujer (la de siempre) el salón comedor de mi primera vivienda, pues terminada la obra, los propietarios me invitaron a la cena de inauguración, y a partir de entonces se ha mantenido con ellos la “amistad” pretendida desde mis principios.
Asimismo conseguí que el constructor (maestro de obras), al margen del vínculo familiar, se convirtiera en un compañero, pues si bien al principio él fue quien me enseñó la realidad de la construcción, aunque no tardando mucho se invirtieron los términos y fui yo el “maestro”, pero siempre con un mutuo respeto entre las partes.
Sirvan estas líneas de homenaje al maestro “cabolo”, al que debo mis primeros trabajos, y con el que disfruté con la construcción de muchas obras, cuyos propietarios fueron ampliando mi lista de “amigos”.
Por aquellas fechas los honorarios estaban regulados por tarifas, siendo ilegal hacer descuentos a los propietarios, pero nada se decía de las “comisiones”, lo que al parecer era bastante usual. Esta circunstancia me “chocó” al principio cuando me las solicitaron, aunque luego entendí el verdadero sentido, que no era otro que el proyecto elaborado tenía solo un valor administrativo para obtener la licencia, y por consiguiente era un “modelo estándar” que nada tenía que ver con lo solicitado por el cliente.
El verdadero proyecto lo “dibujaba” el constructor en base a las indicaciones de los propietarios, y la estructura la “calculaba” sobre la marcha el aparejador, que por cierto solía ser el técnico municipal.
Lógicamente, al diseñar y dibujar las distribuciones conforme a las necesidades dictadas por los propietarios y calcular las estructuras por ordenador, a ser la zona de alta peligrosidad sísmica, no tenía sentido pagar comisión alguna por estos conceptos, por lo que fueron pocos los trabajos en los que tuve que pagar “el impuesto revolucionario” que hasta la fecha se venía imponiendo en la zona.
PD: hay que aprender de la experiencia y conocimientos de los constructores, pero nunca delegar las funciones que se exigen a los arquitectos, quienes son los que asumimos las responsabilidades de las obras construidas.
Juan Carlos MAJÁN GÓMEZ, arquitecto